
Michel Foucault (1926- 1984). Francés. Fue un historiador, teórico social, Psicólogo y filósofo. Fue profesor en varias universidades francesas y estadounidenses y catedrático de Historia de los sistemas de pensamiento en el Collège France. Foucault fue conocido por sus estudios críticos; especialmente a las instituciones socioales, en especial la psiquiatría, la medicina y las ciencias humanas, el sistema de prisisones y su trabajo sobre la sexualidad humana.
Obras: Historia de la sexualidad, Vigilar y castigar, Historia de la locura en la época clásica, Una lectura de Kant.
CASTIGO
I. EL CASTIGO GENERALIZADO
"Que las penas sean moderadas y proporcionadas a los delitos, que la
muerte no se pronuncie ya sino contra los culpables de asesinato, y que los
suplicios que indignan a la humanidad sean abolidos." La protesta contra
los suplicios se encuentra por doquier en la segunda mitad del siglo XVIII:
entre los filósofos y los teóricos del derecho; entre juristas, curiales y
parlamentarios; en los Cuadernos de quejas y en los legisladores de las
asambleas. Hay que castigar de otro modo: deshacer ese enfrentamiento físico
del soberano con el condenado; desenlazar ese cuerpo a cuerpo, que se desarrolla
entre la venganza del príncipe y la cólera contenida del pueblo, por
intermedio del ajusticiado y del verdugo. Muy pronto el suplicio se ha hecho
intolerable. Irritante, si se mira del lado del poder, del cual descubre la
tiranía, el exceso, la sed de desquite y "el cruel placer de castigar". Vergonzoso, cuando se mira del lado de la víctima, a la que se reduce a la
desesperación y de la cual se quisiera todavía que bendijera "al cielo y a sus
jueces de los que parece abandonada".Peligroso de todos modos, por el
apoyo que en él encuentran una contra otra, la violencia del rey y la del
pueblo. Como si el poder soberano no viera, en esta emulación de atrocidad,
un reto que él mismo lanza y que muy bien podrá ser recogido un día:
acostumbrado "a ver correr la sangre", el pueblo aprende pronto "que no
puede vengarse sino con sangre". En estas ceremonias que son objeto de
tantos ataques adversos, se percibe el entrecruzamiento de la desmesura de la
justicia armada y la cólera del pueblo al que se amenaza. Joseph de Maistre
reconocerá en esta relación uno de los mecanismos fundamentales del poder absoluto: entre el príncipe y el pueblo, el verdugo constituye un engranaje; la
muerte que da es como la de los campesinos sojuzgados que construían San
Petersburgo por encima de los pantanos y de las pestes: es principio de
universalidad; de la voluntad singular del déspota, hace una ley para todos, y
de cada uno de esos cuerpos destruidos, una piedra para el Estado; ¿qué
importa que se descargue sobre inocentes? En esta misma violencia,
aventurada y ritual, los reformadores del siglo XVIII denunciaron por el
contrario lo que excede, de una parte y de otra, el ejercicio legítimo del poder:
la tiranía, según ellos, se enfrenta en la violencia a la rebelión; llámanse la una
a la otra. Doble peligro. Es preciso que la justicia criminal, en lugar de
vengarse, castigue al fin.
Esta necesidad de un castigo sin suplicio se formula en primer lugar como un
grito del corazón o de la naturaleza indignada: en el peor de los asesinos, una
cosa al menos es de respetar cuando se castiga: su "humanidad".
Llegará un
día, en el siglo XIX, en el que este "hombre", descubierto en el criminal, se
convertirá en el blanco de la intervención penal, en el objeto que pretende corregir
y trasformar, en el campo de toda una serie de ciencias y de prácticas
extrañas —"penitenciarias", "criminológicas". Pero en esta época de las Luces
no es de ningún modo como tema de un saber positivo por lo que se le niega
el hombre a la barbarie de los suplicios, sino como límite de derecho: frontera
legítima del poder de castigar. No aquello sobre lo que tiene que obrar si
quiere modificarlo, sino lo que debe dejar intacto para poder respetarlo. Noli
me tangere. Marca el límite puesto a la venganza del soberano. El "hombre"
que los reformadores han opuesto al despotismo de patíbulo, es también un
hombre-medida; no de las cosas, sin embargo, sino del poder.
El problema es, pues: ¿cómo este hombre-límite le ha sido negado a la
práctica tradicional de los castigos? ¿De qué manera se ha convertido en la
gran justificación moral del movimiento de reforma? ¿Por qué ese horror tan
unánime a los suplicios y tal insistencia lírica en favor de unos castigos
considerados "humanos"? O, lo que es lo mismo, ¿cómo se articulan uno
sobre otro en una estrategia única, esos dos elementos presentes por doquier
en la reivindicación en pro de una penalidad suavizada: "medida" y
"humanidad"? Elementos tan necesarios y con todo tan inciertos, que son
ellos —confusos y todavía asociados en la misma relación dudosa— los que
se encuentran, hoy que se plantea de nuevo, o más bien siempre, el problema
de una economía de los castigos. Es como si el siglo XVIII hubiera abierto la
crisis de esta economía, y propuesto para resolverla la ley fundamental de
que el castigo debe tener la "humanidad" como "medida", sin que se haya
podido dar un sentido definitivo a este principio, considerado sin
embargo como insoslayable (2002, p. 67-68). Foucault, M. (2002). Vigilar y castigar. Argentina: Buenos Aires. Editorial Siglo XXI
¿Cómo es posible que el Estado tenga el poder de aniquilr a sus ciudadanos?
