Imre Kertész (1929- ) escritor húngaro, galardonado Premio Nobel de Literatura en el año 2002. Kertéz fue deportado a los quince años a Auschwitz y luego a Buchenwald, pero logró sobrevivir, regresó a Hungría y trabajó como periodista, traductor y autor de comedias y guiones cinematográficos, en buena medida basada en su experiencia. Actualmente vive en Berlín y Budapes.
Obras: Sin Destino, Diario de la galera, Fiasco, La lengua exiliada, Crónica del cambio, entre otros.
Sin Destino
El musulmán
Nunca me habría imaginado que podría
envejecer tan pronto. Si en una situación normal hacen falta cincuenta o
sesenta años para envejecer, en el campo bastaron tres meses para que mi cuerpo
me abandonara. Puedo asegurar que no hay nada más molesto, más decepcionante
que llevar la cuenta, día a día, de lo que se ha degradado de nosotros mismos.
En casa, aunque no le hubiese prestado mucha atención, generalmente estaba en
armonía con mi organismo, me gustaba esa maquinaria. Me acuerdo de aquella
tarde de verano en la que estaba leyendo una novela de aventuras en el fresco
del salón, mientras con una mano acariciaba con placer la piel suave y sedosa,
llena de pelitos dorados, de mi fuerte muslo. Ahora, esa misma piel estaba
arrugada, colgaba, estaba seca, áspera y amarillenta, cubierta de abscesos,
manchas marrones, grietas, heridas y escamas que –sobre todo entre los dedos-
me producían un picor desagradable. “Sarna”, me aseguró Bandi Citrom cuando se
lo enseñé. Observaba atónito con qué velocidad, con qué desenfrenada rapidez
disminuía, día a día, la carne de mis huesos, hasta que no quedaba nada, hasta
que desaparecía toda mi materia blanda. Cada día me sorprendía algo nuevo,
algún nuevo fallo o algún defecto, en aquella cosa que me resultaba cada vez
más rara y extraña, aunque hubiese sido un buen amigo: mi cuerpo. Ya no podía
ni verlo, sin tener una sensación de desequilibrio, de horror. Con el tiempo
dejé de quitarme la ropa y luego dejé de lavarme, puesto que eso también era
desagradable y doloroso en medio de aquel frío. También estaban los zapatos.
[…] Por
otra parte, a los zapatos de madera, con el tiempo, se les rompían los tacones.
Entonces caminábamos sobre una suela gorda y redondeada -que de repente se
hacía más fina y adquiría una forma de góndola-, balanceándonos a la manera de
unos muñecos tentetiesos. La suela fina que quedaba tras romperse el tacón se
agrietaba pronto y, a cada paso, entraba por las grietas una mezcla de barro
frío, minúsculos guijarros y otro tipo de sedimentos con partículas cortantes.
También el forro de los zapatos se desprendía de la madera, rozándonos el
tobillo, abriendo heridas por todas partes. Estas heridas -por su naturaleza-
desprendían un líquido pegajoso y, así, al cabo de un tiempo, era ya imposible
librarse de los zapatos, que ya no se podían quitar, se pegaban, se adherían al
cuerpo, formando otro miembro más. Yo llevaba puestos los zapatos todo el día,
y tampoco me los quitaba para acostarme, entre otras cosas para no perder
tiempo cuando tuviera que levantarme saltando de mi cama, dos, tres y hasta
cuatro veces cada noche (2000, p. 59-60. Cfr. Kertész, 2006, p. 167-168,170).
¿Crees que las amenazas de guerras anteriores o más exactamente de la segunda Guerra Mundial han sido resueltas?
¿Crees que la figura del musulmán sigue vigente?